La vecina

El día que se mudó supe que había perdido mi corazón. Era como una brisa fresca que transformaba la casa. Era alto, atlético con una piel aceitunada y unos ojos almendrados bajo sus cejas pobladas. Con su sonrisa breve y dulce y su andar seguro se apropió de todos los ambientes y los convirtió en su hogar. Pintó las paredes de colores estridentes, colgó cuadros, cambió la alfombra persa y puso cortinas nuevas.
Todos los días lo veía tomar su café negro y sin azúcar en las mañanas y subirse a la bicicleta para ir al trabajo. Yo lo esperaba, siempre, mirando por la ventana y me sentía vacía hasta que él regresaba. Él era todo lo que necesitaba para ser feliz.
Los últimos días de la semana se dejaba la barba que crecía oscura y desprolija y le daba un aspecto aún más encantador. Los domingos a la noche se afeitaba. Su reflejo en el espejo, la navaja sobre su piel, el vapor del agua, todo era un sueño. Estaba enamorada.
Un día volvió a la casa con una muchacha rubia, bajita y flaca que reía a carcajadas. Traía un brillo en sus ojos que no le había visto antes y tuve miedo de perderlo. Me sentí devastada. Cómo podía él conocer mis sentimientos si yo nunca le había dicho nada. Ese era mi secreto. Me enojé con él por no corresponderme y conmigo por mi cobardía. Lloré y me prometí olvidarlo, pero no pude. Me conformé con mirarlo los domingos a la noche mientras se afeitaba. En el baño, entre el vapor de la ducha, parecía etéreo.
Meses después la muchacha rubia dejó de venir. Su barba oscura y descuidada se transformó en permanente. Se pidió licencia en el trabajo y cambió el café de las mañanas por cerveza. La bicicleta quedó arrumbada. Pasaba el día tendido en el sillón mirando televisión hasta dormirse. Estaba triste. No soportaba verlo así. Decidí que le hablaría de mis sentimientos. Quería consolarlo y devolverle la alegría que él me había dado.
Junté valor el domingo antes de que volviera al trabajo. Esa noche mientras se afeitaba le escribí “Te quiero” en el espejo empañado. Sus manos temblaron, sus ojos se abrieron y no dijo nada. Me acerqué y le susurré al oído “Te amo” y me quedé mirándolo, esperando su respuesta. Él solo dejó caer la navaja ensangrentada y se llevó la mano a la garganta. Yo sonreí. Ahora estaría conmigo para siempre.

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